Hace ya veinte siete años que una luz lunera entró
por mi ventana, cuando tan solo yo tenía cuatro inocentes primaveras.
Todos dormían plácidamete en un hogar que sitaba en la calle Virgen
de Guadalupe veintisiete, y prometí con los ojos bañados en plata
que nunca hablaría de ello. Mi hermano respiraba, mientras su cara
de ángel soñaba al compás, como si fuera un metrónomo divino. Sentí ganas
de despertarle con un cubo de agua fría y contarle que mi alma volaba
sobre las hojas blanqui-verdes y nocturnas del parque del príncipe.
Era mi hermano mayor y tenía que ayudarme. Nunca había visto el color del
mármol sobre la noche. Ese día había nevado en Cáceres y las calles parecían
hechas de azúcar y harina. Y no tardé en darme cuenta de que mi agudo olfato
era un traidor que únicamente trataba de equivocarme.
La bella confusión entre olor y sentimiento es un don que te quita la vida
pero al mismo tiempo te la da, porque te deja viajar en el tiempo y
olisquear la bella infancia como si todavía estuvieras envuelto en aquellas
sábanas limpias y dibujadas con azules flores.Y sentir peremne la cerámica
del payasito que llenaba de alegrías la habitación, y que pereció absurdamente
en una guerra de almohadas. Juan Emilio y yo perdimos la voz durante
dos semanas. Hasta mi madre lloró por la trágica desaparición de Don Payaso.
Pronto Gizmo hizo su aparición para llenar de gracia nuestros corazones y
ocupó como lo hacen los animales el amor que necesitamos ofrecer.
No me olvido de ti. Y ya ves, ahora el payaso soy yo.
Te quiero, estés donde estés.
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